viernes, 30 de octubre de 2015

El Santo, en el más allá




Existe un lugar en el que El Hijo del Santo tiene encuentros muy especiales

Como todos los viernes, deseo agradecer a mi querida amiga la Dra. Janeth Peñafiel por siempre estar al pendiente de enviarnos nuestra copia de la columna de nuestro común amigo El Hijo del Santo...

Eran aproximadamente las 11 de la noche y yo continuaba colocando sus fotografías y trofeos en el mágico lugar. Después saqué su ropa de una de las maletas y abracé con nostalgia sus camisas, trajes y corbatas colocándolas en un clóset. 
Saqué de un maletín su último equipo de lucha, su máscara, mallas y botas que aún estaban con el aroma de su perfume favorito: English Leather. La suave música fue interrumpida por un fuerte ruido en el piso de abajo; me quedé quieto intentando identificarlo y hasta bajé el volumen de la música.
Caminé lentamente preguntando: “¿Quién anda ahí?”, pero nadie respondió. Mi corazón latía velozmente y el miedo se apoderó de mí. Continué sacando los objetos de mi padre, de las decenas de cajas que me faltaban por abrir, cuando un nuevo ruido se escuchó.
Así es cada vez que estoy en este lugar: el Santuario, un mágico lugar que me transporta al pasado, a los recuerdos inolvidables de mi padre. 
Sé que su espíritu y energía rondan este lugar. He aprendido a escuchar sus mensajes y ya no me espanto, simplemente le pregunto: “¿Qué se te ofrece, papá?”. 
En este sitio no sólo se escuchan ruidos, también se ven sombras y en una ocasión aparecieron sus ojos café brillando por los huecos de una máscara de yeso que no tiene ningún rasgo físico. 
Dos amigos míos espiritistas me sugirieron colocar en este lugar un vaso lleno de agua, encender veladoras e inciensos, porque el día que fueron a bendecirlo una fuerte ráfaga de energía los empujo impidiéndoles la entrada.
Uno de ellos le dijo a mi padre: “¡No venimos a molestarte, sólo venimos a bendecir este lugar!”. Y entonces esa energía desapareció. 
El Santo, antes de morir, juró que se marcharía a la tumba con todo y su máscara, si es que antes no la perdía en una lucha de apuesta y lo cumplió. Mi padre era supersticioso y decía que los gatos negros eran de mala suerte. 
En una ocasión, ya viviendo en la ciudad de México, mi padre se fue de pinta a Chapultepec con dos compañeritos y los tres fueron testigos de un acontecimiento que lo impactó mucho, al ver cómo un pesado camión arrolló a un gato negro.
Uno de sus amigos afirmó que a alguno de ellos le pasaría algo y cuando mi papá llegó a su casa encontró muerto a mi abuelo. En medio de su dolor recordó las proféticas palabras de su amigo, pronunciadas unas cuantas horas antes.
Al paso de los años se convirtió en un hombre sensible y muy espiritual que jamás imaginó que algún día sería un súper héroe de carne y hueso, un hombre que no tenía límites y que se caracterizaba por su audacia e inteligencia. Un hombre para el que no existía barrera que no pudiera vencer, sin embargo...
Ese gran deportista, ídolo de la afición, campeón de lucha libre, protagonista de historietas y películas en las que podía eliminar zombies, momias, brujas y vampiros, un día, en un pequeño pueblo de México, se encontró con una chamana que le profetizó lo siguiente: aquel que sin razón, y fuera de un ring, descubriera su rostro, pagaría su osadía con terribles consecuencias.
Es por eso que lo sepultamos con su preciada máscara en cumplimiento a sus deseos, que eran y son bien sabidos por todos. 
Nos leemos la próxima semana para que hablemos sin máscaras.
 
El Hijo del Santo 

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