Yo fui un monstruo adolescente | El luchador como héroe anónimo permanente
Entras a un cabaret.
Estás un poco confundido y asustado, pues acabas de ver a un hombre
lobo secuestrando a una inocente joven. Ese temor se disipa cuando lo
distingues a lo lejos: traje fino de solapas amplias, corbata de seda, y
su inconfundible máscara multicolor. Te acercas tranquilo, le comentas
lo que sucedió y apuntas en la dirección por la que se fueron. Puedes
estar seguro de que el héroe se hará cargo y salvará el día.
La elegancia es parte importante de la imagen en el cine mexicano de luchadores.
Esta premisa, aunque puede parecer absurda, llenó las pantallas de
cine de nuestro país durante más de 30 años. Y no es para menos, pues a
diferencia de sus contrapartes estadounidenses o japonesas, los héroes
enmascarados mexicanos no necesitan trabajos diurnos e identidades
secretas, ni esperar la aparición de un monstruo gigante para
convertirse en la versión mejorada y poderosa de ellos mismos, el Santo
siempre es el Santo y está disponible 24/7 para salvarnos (a menos,
claro, que tenga una cita en la arena).
Probablemente es esa simpleza la que ha dado a las cintas el estatus
de culto que mantienen en diversos países. No necesitamos una hora de
metraje para conocer el origen del protagonista, no tenemos un héroe
torturado. Es simplemente el tipo al que te acercas cuando una horda de
zombis comienza a secuestrar mentes científicas para ayudar a los planes
de su maquiavélico amo. Ese es su trabajo y estará más que contento de
poder realizarlo.
Los coloridos gladiadores mexicanos no tienen nada que envidiarle a los superhéroes venidos del norte. O casi nada.
A pesar de la idea tan original que ofrecían como premisa muchas de
estas cintas, su realización era más bien formulaica, el Santo combatía
gangsters como Elliot Ness y lo hacía armado con equipamento estilo Dick
Tracy, y lo hacía de la misma forma casual en que podía conquistar la
jungla como un Tarzán con zapatos de charol.
Los monstruos que combatían también eran refritos de aquellos vueltos
icónicos por la Universal o la Hammer, desde vampiros de la variedad
Lee-Lugosi hasta nuestro mexicanísimo “Franquestain”, una extraña mezcla
entre Karloff y Strange que mas bien fue ensamblado con cuerpos de
indigentes y malvivientes pues luce un cabello pastoso y una enigmática
barba de candado mientras… ¡Conduce el auto de escape de los demás
monstruos! Tampoco podían faltar hombres lobo en mallas, momias recién
salidas del geriátrico, o mujeres vampiro cuya transformación parece
incluir una aversión cual si se tratara de ajo a toda la ropa que no sea
lencería.
Ese pobre auto no tenía ninguna oportunidad.
Además de sus alucinantes efectos y tramas que desafían cualquier
lógica, las películas de luchadores representan un importante medio de
documentación de la lucha libre nacional. Durante los años 50, la
cobertura televisiva del deporte del pancracio era escasa, por lo que
para los espectadores era un enorme plus que se hiciera la filmación en
arenas durante luchas auténticas.
El tiempo y algunos desastres naturales han afectado los archivos del
deporte espectáculo nacional, por lo que las cintas del encordado son
un invaluable pietaje de varias leyendas enmascaradas en su máximo
esplendor. Por ejemplo, si quisieran ver al Santo desenmascarar a Black
Shadow sólo tienen dos opciones: utilizar una máquina del tiempo para
acudir a la arena, o ver Santo contra los zombis.
Si me preguntan a mí, la segunda es una opción más viable, y
representa una razón tan válida como cualquier otra para ver una
película de luchadores.
Cortesía: http://lacovacha.mx y Agustin Amezcua también conocido como C.M. Pepper.
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