Llevar en el corazón la historia de nuestro país y sentirnos orgullosos de ser mexicanos es algo que nos hace patriotas de raíces firmes.
En cualquier lugar del mundo, México es reconocido por su cultura, su historia, sus tradiciones, gastronomía, playas y por sus inconfundibles símbolos, como son nuestra Bandera, la Virgen de Guadalupe, el mariachi, el tequila, nuestra lucha libre y la máscara de El Santo.
Estar lejos de nuestra tierra nos hace sentir nostalgia y algo de tristeza, sobre todo a los que salen llenos de ilusiones de sus lugares de origen en busca del ‘Sueño americano’ dejando (la mayoría de las veces) a sus familias.
Cuando se avecinan fechas tan representativas como son los días 15 y 16 de septiembre, días en que celebramos nuestras fiestas de Independencia, es muy emotivo festejar lejos de nuestro país y el poder acompañar a todos nuestros paisanos mexicanos, lograr que se sientan con nuestra presencia en un pedacito de México.
Este es el segundo año en el que tengo la oportunidad de dar el “grito” y celebrar con la comunidad mexicana en Nueva York, participando en los festejos y el tradicional desfile que está repleto de mexicanos que se vuelcan a las calles ataviados con sombreros de charro, banderas, trompetitas de plástico y máscaras de luchadores.
El sentimiento de pertenencia nos da seguridad, arraigo y estimación por nuestras costumbres, tradiciones, héroes, ídolos y todo aquello que representa a nuestro país, por esta razón es tan importante y grato llevar alegría a todos estos mexicanos que me sienten suyo, me abrazan, me tocan, me comparten orgullosos sus historias que giran alrededor de El Santo y de El Hijo del Santo.
También escucho con atención las anécdotas de sus penosos viajes para llegar a los Estados Unidos. Veo en su mirada todo el sufrimiento que vivieron cuando cruzaron las fronteras en Tijuana, en Reynosa, en Nogales, cómo soportaron el calor del desierto caminando días enteros entre nopales llenos de espinas que se clavaban en su piel, cuidándose de las víboras y de la ‘migra’; “hace 25 años era más fácil cruzar!” me comenta don José mientras maneja el auto camino al hotel.
No había tanta vigilancia y sólo tenías que brincar una cerca de 2 metros de altura. Yo crucé por Tijuana más de tres veces porque me daba el lujo de regresar a Atlixco, Puebla, a visitar a mi familia.
Ahora soy residente y tengo un buen trabajo pero cuando me preguntan de dónde soy, siempre digo con orgullo que soy mexicano y que nací en el estado de Puebla. ¡Viva México! Y recuerden que si toman, no manejen”.
Nos Leemos la próxima semana, para que hablemos sin máscaras.
El Hijo del Santo
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