Cuando entré a su despacho, sentí claramente su presencia. Era como
si él estuviera ahí, sentado en su sillón frente al escritorio, su
lugar preferido para escribir, leer, cantar y grabar su voz en la vieja
grabadora de carretes.
Lo más impresionante era su olor, ese olor que estaba impregnado en
todo el lugar y que era aún más intenso en su ropa y en sus máscaras.
Mi padre había fallecido recientemente, un domingo 5 de febrero de
1984, y era algo que aún no podía asimilar. ¿Sería ésa la razón de
sentir su presencia en ese lugar después de su deceso?
Cuando todo estaba en silencio, un fuerte golpe se escuchó detrás
de mí. Volteé y vi un cuadro tirado en el piso, que se había caído de
la nada.
En ese momento me espanté bastante y mi primera intención fue salir
del lugar. “Es inútil”, pensé, ya que tarde o temprano yo sería el
encargado de organizar y guardar cada fotografía, cada trofeo, cada
recuerdo y cada uno de los múltiples objetos que El Santo dejó en mis
manos. ¡Noté cómo los vellos de mis brazos continuaban erizados y me
persigné!
Tomé el teléfono y le dije a mi hermana mayor lo que me había
sucedido. Ella radica en la bella población de San Miguel de Allende,
Guanajuato, y cuando escuchó mi relato hizo como que no me creía.
Luego, como si alguien nos escuchara, me comentó en voz baja: “¿Sabes
que pasó lo mismo el sábado aquí en la cabaña?”. Ella vive en una casa
toda de madera a la que llama “la cabaña”.
Me platicó que Tinieblas había ido a luchar a San Miguel,
contratado por mi cuñado José Báez, quien realizaba funciones de lucha.
Lo habían invitado a comer a su casa y toda la charla se enfocó en
anécdotas y recuerdos en relación a El Santo. De pronto, y sin que nadie
se moviera de sus respectivas sillas en el comedor, un cuadro cayó al
piso y el cristal se hizo pedazos. Ese cuadro guardaba celosamente una
fotografía de El Enmascarado de Plata.
Ambos, mi hermana y yo, llegamos a la conclusión de que mi padre nos quería decir algo.
Pasó el tiempo y después de un arduo trabajo me mudé de casa y
logré colocar en un nuevo espacio todas sus pertenencias. Guardé desde
sus rastrillos y cepillos de dientes hasta periódicos y todo tipo de
papeles.
Para mí todo lo que tocó mi padre es importante, ya que contiene
su esencia. Hoy, en este lugar al que yo he bautizado como “El
Santuario”, se escuchan ruidos y el piso de madera truena como si
alguien caminara sobre el mismo. Y no lo digo yo, mis hijos y mi esposa
lo han escuchado claramente. ¡Ya no me da miedo; ahora cada vez que
escucho algo evito el miedo y le pregunto ¿Qué me quieres decir papá?
¡En otra ocasión su mensaje fue muy claro! Vino a “El Santuario” un
reportero a realizarme una entrevista y fotografió un busto de la
máscara de mi padre, que está hecho con yeso y no tiene ningún tipo de
rasgos físicos, sólo sobresalen la nariz, la boca y las cuencas de los
ojos.
Lo impresionante fue que cuando él reveló la foto al día siguiente,
me llamó alarmado para preguntarme si el busto tenía ojos. “¡No!”, le
contesté con seguridad. “Sólo tiene los huecos”.
Ese mismo día, a media noche, me esperó afuera de una arena de
luchas y cuando salí me mostró la fotografía. Cuando la vi no daba
crédito: aparecieron claramente las comisuras, mientras que sus labios y
sus pestañas y ojos se veían totalmente abiertos.
Entonces llegó a la conclusión de que el mensaje que me quería
decir era: ¡Abre los ojos! Abre los ojos ante todas las situaciones que
están pasando alrededor de tu vida, —así lo hice, por eso tomé
decisiones drásticas—, pero la impresión de esa foto hasta hoy la tengo
presente.
Este tipo de situaciones son comunes dentro de “El Santuario” y la
explicación que encuentro más lógica es que en este mágico lugar se
encuentra su energía impregnada en cada una de sus pertenencias.
Definitivamente sé que él está aquí entre sus pertenencias, que un
día pondré en un museo que llevará su nombre. Ahí descansará su espíritu
entre sus ropas, capas, máscaras, fotos, carteles, cartas y todo lo que
un día le perteneció y que me dio personalmente para que lo conservara
y que compartiré con ustedes.
Yo sé que el espíritu de mi padre se encuentra aquí. No puedo dejar
de recordar que un día como hoy —31 de octubre, pero de 1982— gané mi
primera máscara en Martínez de la Torre, Veracruz, al desenmascarar a
Pierroth (no confundirlo con Pierroth Jr.). Nos leemos la próxima
semana para que hablemos sin máscaras.
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