Los bolivianos que tuvimos el honor de estudiar o de vivir en México
sabemos que este noble país es nuestra segunda patria. Uno de los
factores que contribuyen a esta certeza es la amistad de Daniel García
Arteaga, el campeón mundial de lucha libre en peso welter, Huracán
Ramírez, el artista del ring. Esta es la historia de una amistad entre
dos pueblos, es la historia de una leyenda mundial de la lucha libre y
también una historia de amor, que duró toda la vida y dejó una memoria
inagotable en México y en Bolivia.
Yo vivía en México en el período 1990-1992 cuando, un buen día, llegó de visita un amigo boliviano a quien le hice conocer los sitios maravillosos de la capital, desde el Museo Nacional de Antropología hasta un changarro donde solía saborear tacos al pastor, enchiladas poblanas y una birria que me hacía recuperar las ganas de vivir y el buen humor. Entonces me preguntó qué amistades había hecho a mi paso por la enormísima capital mexicana. Le contesté sin dudar un momento que era amigo del Huracán Ramírez. ¿El luchador? El mismo, Daniel García. Me miró con ese aire sorprendido de quien esperaba que un agregado cultural comiera una vez por semana con Octavio Paz o hubiera cultivado una bella amistad con José Luis Cuevas o Cantinflas. Lo miré y procuré desengañarlo de a poco, para que entendiera la importancia de la lucha libre en la cultura mexicana.
Como todos los neófitos, mi amigo sospechaba que los luchadores no se golpean de verdad y que todo es un tongo. ¿No había visto acaso los combates de Martín Karadagian frente a un público infantil en Buenos Aires? Tenía un arsenal para contestarle y comencé por la vez que conocí a Perro Aguayo, gracias al Huracán, y me sorprendió la cantidad de cicatrices que tenía en la frente. No era maquillaje ni arrugas en la piel: eran auténticas cicatrices de sus legendarios combates. Agregué las palabras de Ray Mendoza: “Cada lesión, cada fractura, representa una etapa de mi carrera… representa una medalla, una estrella, un compromiso… Mis heridas son sagradas… Siento una enorme tristeza cuando alguien me pregunta si es de a verdad o de a mentiras”. A mi turno, le había planteado esta duda al Huracán y entonces noté que, pese a su serenidad interior y su amistad, me miraba como si apenas aguantara las ganas de agarrarme a trompicones.
¿El Huracán era rudo o técnico? Entonces ya entrábamos en materia, en esas curiosas dicotomías que fundan el mito: rudos contra técnicos, cavernícolas contra científicos, máscara contra cabellera. El Huracán era técnico o científico, y eso significaba mucho: más entrenamiento, mayor conocimiento del arte de la lucha libre, mayor creatividad y capacidad de invención, sin que ello significara disminuir a los grandes rudos de todos los tiempos, incluido Santo, el Enmascarado de Plata, que se inició rudo y acabó científico.
¿Cómo así? Pues porque ya era personaje de historieta y había filmado sus primeras películas y era el ídolo de los niños. ¿Cómo desengañarlos cometiendo foules en el ring? Alguna vez el Santo había dicho que se convirtió en científico por los niños.
¿Invención de qué? Pues de llaves, de topetazos, de uso de las cuerdas, de las piernas, de los brazos, de la ciencia universal de la lucha libre, y todo en busca de un solo objetivo: tumbar al adversario de espaldas hasta la cuenta de tres.
Mi amigo entendía que algunos luchadores usaran cabellera, pero ¿por qué esa devoción por la máscara y por ocultar la identidad?
Esto le había ya preguntado al Huracán y él me había dicho que la máscara era el inicio de esa noble mentira que funda el mito, la leyenda. ¿Sentía algún cambio en su persona cuando se ponía la máscara o cuando se la quitaba? Pues claro que sí: la máscara tenía una vibra especial. Cierta vez al Dr. Rafael Olivera Figueroa, El Árbitro, periodista deportivo de la lucha libre y médico de decenas de luchadores, se le había ocurrido un espectáculo en el cual dos grandes luchadores intercambiaran máscaras y estilos, de modo que uno representara al otro. El primero, que en realidad era técnico, dio un combate mortal; se portó con una crueldad que nadie le conocía en el ring; en cambio, el segundo, que en realidad era rudo, sintió que lo vencía la caballerosidad, los buenos modales, la consideración al público y otros escrúpulos propios de los luchadores técnicos. El primero dijo haber sentido una vibra especial al ponerse la máscara del amigo, que lo convirtió en una fiera; y el segundo, que se morigeraba y perdía el impulso fiero que le era característico, y sólo por usar la máscara del otro.
Estas son las palabras iniciales del libro más intenso que escribí en el año que se va, todavía inédito.
El autor es cronista de la ciudad
Cortesía de: www.lostiempos.com y Ramón Rocha Monroy
Yo vivía en México en el período 1990-1992 cuando, un buen día, llegó de visita un amigo boliviano a quien le hice conocer los sitios maravillosos de la capital, desde el Museo Nacional de Antropología hasta un changarro donde solía saborear tacos al pastor, enchiladas poblanas y una birria que me hacía recuperar las ganas de vivir y el buen humor. Entonces me preguntó qué amistades había hecho a mi paso por la enormísima capital mexicana. Le contesté sin dudar un momento que era amigo del Huracán Ramírez. ¿El luchador? El mismo, Daniel García. Me miró con ese aire sorprendido de quien esperaba que un agregado cultural comiera una vez por semana con Octavio Paz o hubiera cultivado una bella amistad con José Luis Cuevas o Cantinflas. Lo miré y procuré desengañarlo de a poco, para que entendiera la importancia de la lucha libre en la cultura mexicana.
Como todos los neófitos, mi amigo sospechaba que los luchadores no se golpean de verdad y que todo es un tongo. ¿No había visto acaso los combates de Martín Karadagian frente a un público infantil en Buenos Aires? Tenía un arsenal para contestarle y comencé por la vez que conocí a Perro Aguayo, gracias al Huracán, y me sorprendió la cantidad de cicatrices que tenía en la frente. No era maquillaje ni arrugas en la piel: eran auténticas cicatrices de sus legendarios combates. Agregué las palabras de Ray Mendoza: “Cada lesión, cada fractura, representa una etapa de mi carrera… representa una medalla, una estrella, un compromiso… Mis heridas son sagradas… Siento una enorme tristeza cuando alguien me pregunta si es de a verdad o de a mentiras”. A mi turno, le había planteado esta duda al Huracán y entonces noté que, pese a su serenidad interior y su amistad, me miraba como si apenas aguantara las ganas de agarrarme a trompicones.
¿El Huracán era rudo o técnico? Entonces ya entrábamos en materia, en esas curiosas dicotomías que fundan el mito: rudos contra técnicos, cavernícolas contra científicos, máscara contra cabellera. El Huracán era técnico o científico, y eso significaba mucho: más entrenamiento, mayor conocimiento del arte de la lucha libre, mayor creatividad y capacidad de invención, sin que ello significara disminuir a los grandes rudos de todos los tiempos, incluido Santo, el Enmascarado de Plata, que se inició rudo y acabó científico.
¿Cómo así? Pues porque ya era personaje de historieta y había filmado sus primeras películas y era el ídolo de los niños. ¿Cómo desengañarlos cometiendo foules en el ring? Alguna vez el Santo había dicho que se convirtió en científico por los niños.
¿Invención de qué? Pues de llaves, de topetazos, de uso de las cuerdas, de las piernas, de los brazos, de la ciencia universal de la lucha libre, y todo en busca de un solo objetivo: tumbar al adversario de espaldas hasta la cuenta de tres.
Mi amigo entendía que algunos luchadores usaran cabellera, pero ¿por qué esa devoción por la máscara y por ocultar la identidad?
Esto le había ya preguntado al Huracán y él me había dicho que la máscara era el inicio de esa noble mentira que funda el mito, la leyenda. ¿Sentía algún cambio en su persona cuando se ponía la máscara o cuando se la quitaba? Pues claro que sí: la máscara tenía una vibra especial. Cierta vez al Dr. Rafael Olivera Figueroa, El Árbitro, periodista deportivo de la lucha libre y médico de decenas de luchadores, se le había ocurrido un espectáculo en el cual dos grandes luchadores intercambiaran máscaras y estilos, de modo que uno representara al otro. El primero, que en realidad era técnico, dio un combate mortal; se portó con una crueldad que nadie le conocía en el ring; en cambio, el segundo, que en realidad era rudo, sintió que lo vencía la caballerosidad, los buenos modales, la consideración al público y otros escrúpulos propios de los luchadores técnicos. El primero dijo haber sentido una vibra especial al ponerse la máscara del amigo, que lo convirtió en una fiera; y el segundo, que se morigeraba y perdía el impulso fiero que le era característico, y sólo por usar la máscara del otro.
Estas son las palabras iniciales del libro más intenso que escribí en el año que se va, todavía inédito.
El autor es cronista de la ciudad
Cortesía de: www.lostiempos.com y Ramón Rocha Monroy
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