Cuando vi con mis padres Santo y Blue Demon contra los monstruos, en el cine Bucareli allá por el año de 1969, El Enmascarado de Plata ya era un ídolo popular de alcances continentales. A nivel mundial era cuando menos una rareza elogiada en Europa por sus cualidades satíricas de súper héroe cinematográfico. Recuerdo la sala abarrotada y a mi madre literalmente en el filo de la butaca, apoyando los brazos en la orilla del respaldo frente a ella, emocionada tanto como nosotros, sus dos hijos menores, de siete años yo y cinco mi hermano Eduardo, que sentados entre mis padres, celebrábamos los lances y golpizas que los enmascarados prodigaban al Hombre Lobo, al Cíclope, Franquestain (sic), La Momia, El Vampiro y unos zombis comandados por un enano maléfico con lentes oscuros muy farolones cuyo nombre aún recuerdo: “Waldo”, porque así apodaron luego a un compañero de escuela.
Era una trama descabellada como todas las de luchadores, llena de humor involuntario y situaciones delirantes propias de lo que ocurre en México. Un bosque y luego un panteón donde están enterrados los restos del profesor Bruno (interpretado por Carlos Ancira). Luego del sepelio el panteón es invadido por los zombies, Blue Demon es clonado en una némesis que luchará contra El Santo y luego ambos contra los monstruos. ¿Quién si no El Santo podía estar a la par de este país dado a mezclar el melodrama y el pensamiento mágico con el género de terror clásico en el cine, en esencia tan divertido y absurdo como la propia filmografía del ídolo mexicano? El Santo como personaje no tenía sentido del humor, ni falta le hacía, su saga cinematográfica se encargaba de ello. El Santo se apropió de una monstruología extranjera explotada por los Estudios Universal de Hollywood durante la década de 1940 y la hizo parte de nuestro sincretismo necrófilo que integra al Halloween con la celebración del Día de Muertos.
En mi familia nunca fuimos aficionados fieles a las luchas, pero siempre disfrutamos las películas de El Enmascarado de Plata. Para mis padres, el dramatismo sangriento del boxeo y las invariables decepciones futboleras estaban más en sintonía con su filosofía de vida y con la educación que nos dieron, apegada al sacrificio derrotista de cualquier “campeón sin corona” y del “ya merito” representado por las Chivas. Sin embargo, reconocíamos en El Santo a un héroe positivo y ganador, alguien que nunca se escudó en la derrota para identificarse con el pueblo en busca de justicia; El Santo la aplicaba entre topes y patadas voladoras destilando dandismo y buenos modales. Nuestras ilusiones y esperanzas tenían su justa recompensa en un héroe que dentro y fuera del ring nos enseñó que se podía ser un ganador con el poder de crear un universo fantástico, rudo y estrambótico, que hacía de la realidad mexicana un apéndice del cine B hollywoodense.
En una entrevista de José Xavier Navar incluida en ¡Quiero ver sangre! Historia ilustrada del cine de luchadores en México de Raúl Criollo, José Xavier Navar y Rafael Aviña (unam, 2013), El Santo responde así sobre si cree que sus películas de terror caen en el ridículo:
—Si causa risa no es cosa del actor ni del productor, más bien sería del director, porque él tiene la responsabilidad de ver cómo se va a contar, y no tiene que llegar al ridículo ni a causar risa... Ahora bien, en alguna de mis cintas pudo haber provocado risa algún monstruo, pero el monstruo no soy yo... el monstruo tal vez pueda causar risa si tú quieres, pero El Santo no ve eso. Sobre todo en filmación: El Santo no sabe lo que está haciendo el monstruo.
La censura gubernamental que en 1955 prohibió las transmisiones de lucha libre, dizque para proteger a los niños y evitar que imitaran a los luchadores, en el cine no tuvo ningún efecto. Más que en sus hazañas como luchador, el mito de El Santo surgió en la pantalla grande y sobre todo a través de la historieta creada por José G. Cruz en 1952. A partir de sus primeras películas estrenadas en 1958: Santo contra el cerebro del mal y Santo contra los hombres infernales, el enmascarado logró con su arrojo estoico vencer a narcotraficantes, extraterrestres, asaltantes, secuestradores y una enorme variedad de delincuentes que la policía mexicana desde ese entonces a la fecha está lejos de meter en cintura.
El Santo nos quedó a deber una película: Santo contra los Ramones. Como bien dice Juan Villoro en su prólogo a ¡Quiero ver sangre!..., un luchador técnico como El Santo no concede el golpe rudo y definitivo. “Al contrario, le concede un respiro al rival, se distrae con el cariño de la gente, permite la recuperación del enemigo y es aviesamente atacado por la espalda.”
Los lastres de nuestra cultura, la negligencia y el absurdo de una realidad plagada de taras educativas, El Santo las convirtió a través de su amplísima cinematografía en entretenimiento familiar, condensando en cada película elementos del cine policiaco, de terror y fantástico, con leyendas coloniales y mitos de la tradición vernácula. Santo luchó siempre porque los mexicanos no perdieran la inocencia, tal y como ocurre en el relato El principio del placer, de José Emilio Pacheco. Jorge, un muchacho enamoradizo y tímido, madura en el desencanto al darse cuenta que dos acérrimos rivales en la lucha libre son, en realidad, grandes amigos fuera del ring. “Nadie tiene la culpa de que yo ignorara que todo es una farsa y un teatrito”, dice casi al final refiriéndose al pancracio, la política y al amor verdadero.
En realidad las películas de El Enmascarado de Plata son una enorme saga del “milagro mexicano” propagado como ficción especulativa por nuestros gobernantes.
Me pregunto qué habría sido de El Santo llevado de la mano por un director como Sam Peckimpah. Aquél es un precursor del concepto “Naco es chido” al impulsar a través de sus películas y de la mano de José G. Cruz, creador de una exitosa fotonovela hecha a base de fotocollage, toda una iconografía pop que muy pronto sería explotada en el cine mexicano y en las artes visuales emergentes, extendiéndose incluso a la literatura.
En alguna de las muchas entrevistas que concedió, El Santo dijo que no le importaban las críticas de los intelectuales. “Creo que mi cine cumple su misión: mis películas divierten y son taquilleras.”
Al combatir en la pantalla grande a científicos locos y al espionaje internacional mediante rudimentarios aparatos en escenarios improbables (laboratorios humeantes de hielo seco, cartón, focos de colores intermitentes que recuerdan series navideñas y cavernas atestadas de peligros por escenografías mal montadas), nadie como El Santo para despreciar la tecnología que sus películas volvían imprescindible en la trama. El Santo parodió la Guerra Fría y la flemática presencia del dipsómano y promiscuo James Bond. Con mucha mayor efectividad que la policía mexicana y su turbio connubio con la delincuencia, El Enmascarado de Plata venció a narcotraficantes en Santo contra la mafia del vicio, luchó con- tra cómicos insufribles en Santo contra Capulina, extraterrestres, secuestradores y toda figura siniestra de la cultura pop de serie B. Producto de su tiempo, El Santo nunca cuestionó al poder, al contrario, lo representaba y validaba. “Llamémosle a Santo”, esta frase de la policía o de alguna muchacha en peligro resume nuestra esperanza en lo mágico legendario. Hasta hoy, invocar al enmascarado quizá sea nuestra última oportunidad de salir del hoyo donde estamos.
Si en otros deportes como el box o el futbol pasamos del heroísmo a la Pepe El Toro a las derrotas supinas de la fallida selección mexicana de futbol, máxima representante de nuestra frustración colectiva y digna de un ensayo de Octavio Paz, El Santo nos dio la oportunidad de creer en nosotros mismos y bajo preceptos dignos de su mote, recuperar la autoestima nacional a fuerza de costalazos y plegarias. Más de quince máscaras arrancadas y unas veinte cabelleras en su haber. Docenas de títulos nacionales e internacionales desde 1946 dicen mucho de un deportista legendario, disciplinado y talentoso.
Roland Barthes escribió en “El mundo del catch”, uno de sus ensayos de Mitologías (1972), que “el gesto puro” de la lucha libre “divide al Bien del Mal”, para luego afirmar que para que las historias de luchas fueran exitosas había que aplicar el concepto del “bastardo perfecto”, refiriéndose a los excesos escenográficos y acrobáticos del espectáculo del villano o “rudo”, antagonista natural del técnico, favorito casi siempre de las multitudes.
El Santo está más cerca del realismo mágico que de la ciencia ficción o la fantasía. La inverosimilitud como tautología llevada a niveles de culto kitsch. Pese a ello, le dio sentido a juguetes Mi alegría con sus laboratorios infantiles que nos permitían jugar en nuestras casas imitando los laboratorios de utilería que veíamos en las películas.
El Enmascarado de Plata protagonizó más de cincuenta películas entre 1958 y 1981 y compartió escenarios con los personajes más sobresalientes del mundo artístico mexicano. Muy pocos como él pueden jactarse de ello. Como bien menciona Rafael Aviña en ¡Quiero ver sangre!..., a falta de nuevos héroes (el cine de ficheras, charritos y barriada estaba en declive en las postrimerías del sexenio alemanista), “la cinematografía mexicana encontró en el cine de luchadores la mejor opción para rescatar el antiquísimo enfrentamiento entre el bien y el mal.” El Santo fue el paladín que acaparó este conflicto en el cine durante casi tres décadas.
“La gran fábrica de sueños” propagó a través de esos extraños híbridos entre comedia ranchera, policiaco, melodrama, comedia de enredos, sexo reprimido y costalazos la imagen de un justiciero enmascarado de tintes religiosos: casto (aun en la enlatada y polémica El vampiro y el sexo, de 1968, El Santo le hizo el feo a las voluptuosas y narcisistas mujeres vampiro, además de otras chamacas discretamente coscolinas que lo acompañaron en sus aventuras fílmicas); seductor platónico, siempre dio un extra aplicándole la de “a caballo” (su llave más famosa) a los pecados carnales y a todo aquello que corrompe el alma y el espíritu. Algunas de las bellezas que lo acompañaron en sus películas son prueba de su estoicismo de cartujo: Elsa Cárdenas, Sasha Montenegro, Tere y Lorena Velázquez, Meche Carreño. Sólo le hacían sombra Mauricio Garcés y el mismo Blue Demon.
En 2004 la cadena televisiva Cartoon Network Latin America recicló al personaje enmascarado en Santo contra los Clones, enfrentándolo a los malosos de siempre y de paso presenta a una Ciudad de México fragmentada y posmoderna, más parecida a clásicos del animé japonés como Akira o Ghost in the Shell. Con la lucha libre y El Santo como paladín canaliza la gran catarsis colectiva de la capital del país, insegura y violenta, con 22 millones de habitantes contando sus periferias. El Santo así se convierte en un personaje posmoderno, que rápidamente es absorbido por los artistas mexicanos de vanguardia, deseosos de reproducir iconos que justifiquen su obsesión por lo exótico nacionalista. Naco es chido.
En sus inicios, el entonces desconocido Rodolfo Guzmán fabricaba sus propias máscaras, sacando provecho de su oficio de costurero en una maquila de ropa: todo aquel que se sabe destinado a ser ídolo de multitudes trabaja su sacrificio tanto o más que su propio personaje; la humildad aquí se cuenta en millones de fanáticos. Su aparente modestia, astucia, valentía, fortaleza física y mental, bondad y sabiduría y quién sabe cuántas cualidades más, cierran la cuña con un pueblo crédulo pero al mismo tiempo suspicaz y sediento de venganza, que siempre supo que los enemigos de El Santo eran uno y el mismo, es decir, nuestros gobernantes, sublimados en caracterizaciones de científicos malévolos, monstruos extraídos de la cultura popular anglosajona y empresarios del ring explotadores.
El Santo nunca fue desenmascarado, no sólo porque jamás perdió una lucha en la que apostara su identidad, sino porque su multitudinaria grey jamás hubiera permitido que el halo de misterio que envuelve a los ídolos verdaderos hubiera sido develado.
A nadie le importa que Rodolfo Guzmán Huerta haya nacido en Tulancingo, Hidalgo, en 1915 y muriera en la Ciudad de México en 1984. El Santo es ante todo un producto de la iconografía popular chilanga. “Tienes que ser tú mismo, y para eso tienes que ser otro”, le diría al naciente ídolo el árbitro y promotor Jesús Lomelín para convencerlo de cambiar de identidad. Muere Rudy Guzmán y surge El Santo, inspirado en Simon Templar, el justiciero de las novelas policiales de Leslie Charteries. La burda biografía de los hombres comunes nada tiene que ver con la leyenda y las imprecisiones de su origen. “Los héroes pueden morir, las leyendas son eternas”, diría El Santo refiriéndose a sí mismo.
En su religiosidad fársica, el Santo extasiaba multitudes haciendo de la lucha libre un enlace con la eternidad. En el ya mencionado ensayo “El mundo del catch”, Roland Barthes afirma que arriba del ring los luchadores son “la llave que penetra en la naturaleza”. El Santo llevó este precepto fuera del cuadrilátero.
¿Cómo se puede hablar de un personaje incógnito tras una máscara que era idolatrado por las multitudes precisamente porque aquello que alimentaba el misterio de su identidad lo había vuelto un ídolo popular reconocible y singular ahí donde se presentara?
La máscara, elemento milenario y enigmático de la cultura mexicana, es hasta nuestros días sacralizada por los héroes como estandarte de lucha de los oprimidos.
Poco antes de su muerte se presentó en un programa de televisión para ser entrevistado por Jacobo Zabludowsky. Se dice que El Santo había tenido una premonición fúnebre y por eso aceptó descubrir parte de su rostro enmascarado frente a las cámaras de televisión.
El 5 de febrero de 1984 tendría su última aparición pública en el Teatro Blanquita realizando un acto de escapismo. Se le había diagnosticado un problema en las coronarias y recién había muerto su compañera de toda la vida, su esposa María de los Ángeles. Ya no tenía licencia de luchador y ahora entretenía audiencias con un show de escapismo donde combinaba las cualidades del Profesor Zovek y Harry Houdini. Al finalizar la primera función se sintió mal y tuvo que ser internado de urgencia en el Hospital Mocel. A las 9:40 de la noche murieron dos personas por un ataque al miocardio: el hombre común, anónimo, y el ídolo de las multitudes. Uno y el mismo, El Santo nos enseñó que los dioses sufren como nosotros, que también son de carne y hueso.
“Cuando las personas suspenden sus creencias e invierten su atención en la lucha libre, permiten que los luchadores se conviertan en dioses”, dijo alguna vez Chris Renfrew, uno de los luchadores más exitosos de Escocia.
Conservo en mi memoria aquella tarde de cine con mis padres. Santo y Blue Demon habían derrotado a los monstruos y ya en la calle, abriéndonos paso entre la multitud que abandonaba la sala comentando la película, mis padres nos comprarían un par de máscaras malhechas de nuestros héroes del pancracio. Santo tenía mucha razón cuando en una entrevista a la revista Caballero del 5 de julio de 1970, afirmó:
—Mire, si no es a mí, los niños admiran a cualquier otro luchador o a cualquier otro actor de cine. Yo no soy psicólogo señor, sólo puedo decirle que para mí es igual un niño que una persona adulta: hay que dejarlos satisfechos a todos, a todos. Es la única forma en que la gente no se decepciona de nosotros. Ahora, sobre eso del ejemplo que le demos a los niños, le digo, yo no entiendo de psicología, señor. Los niños necesitan tener sus héroes, que sean musculosos y vengadores y eso viene sucediendo desde que existe el mundo. Esto no es nuevo. Los niños son así y va a ser difícil que cambien.
Ya en casa, mi hermano y yo, cada uno con su máscara puesta (a mí me tocó la de Blue Demon) comenzaríamos a luchar en la cama matrimonial de mis padres, listos para llevar a la práctica lo que habíamos aprendido en una función de cine.
Cortesía: http://www.razon.com.mx/ y J. M. Servin
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