El 23 de septiembre se cumplió un siglo del nacimiento del ídolo de la lucha libre, aquel que saltó de la tercera cuerda a la historieta, al cine, al tiempo y a la eternidad.
El Santo fue la revelación, mediante la máscara, de un proceso metafísico. Fue un ser plateado. Significante supremo en el cuadrilátero. En medio de una zoología fantástica en la que habitaban todo tipo de monstruos -El Murciélago Velázquez, El Médico Asesino, Black Shadow, El Cavernario Galindo- el enmascarado eligió el más sagrado de los nombres.
Como Saulo de Tarso, encontró la santidad desde la esquina del mal. Rudo por naturaleza, encontró, entre llave y llave, como Pedro, la rentabilidad del bien. Se convirtió, en un proceso esotérico, en el embajador plenipotenciario de la abogacía y la redención dentro y fuera de los encordados. Era la plata lunar de la esperanza. Santo llamando a Lunave, Santo llamando a Lunave.
Todo proceso que conduce de la maldad a la bondad requiere de un sacrificio de alta responsabilidad. Lo escribió hace muchos años San Agustín. El Santo dejó los reinos de la oscuridad para suplantar para siempre a la persona que cobijaba la máscara teatral del espectáculo.
De pronto ya no hubo hombre. Ya no hubo nombre. El Registro Civil perdió una identidad de nombre y apellido. Nació –entre las ventanas de la realidad nítida y diáfana- un personaje. No: El Personaje. El Santo: El Enmascarado de Plata, el mismo metal que simboliza al catolicismo, representado en la bandera nacional entre el verde y el colorado: la fe en medio de los extremos.
La Ciudad de México, joven y abuela, dio a luz al héroe, al superhéroe. A ras de lona, cuerpo a cuerpo, como los grandes atletas del pancracio olímpico, el nuevo significante asombraba, carcomía y seducía al respetable, a la incipiente clase obrera y a la poética urbana, que carecía de relato entre lo bondadoso y lo diabólico. Pronto saltó de la tercera cuerda y salió a la historieta, al cine, al tiempo, El Santo es un salto al tiempo. A la eternidad.
UN LUCHADOR ES UNA REVOLUCIÓN
Desde el Zoroastro, desde Mani, que tanto influyeron en el confidente de Hipona, el hombre es la dialéctica entre el bien y el mal, esos asuntos internos. Hay algo de milenarismo en la formulación heroica.
Desde el Zoroastro, desde Mani, que tanto influyeron en el confidente de Hipona, el hombre es la dialéctica entre el bien y el mal, esos asuntos internos. Hay algo de milenarismo en la formulación heroica.
Algo apocalíptico. Juan avisa del final de los tiempos y no será una nota de sucesos de los diarios dominicales. Será terrible. Vendrán llamaradas, marejadas y el cielo caerá de sopetón sobre este valle de lágrimas. Ya hecho salvador, máscara que revela y da a notar, el nuevo personaje (El Personaje) defiende a la polis, que recién ha fundado (como Teseo a Atenas), de los más espantosos seres: momias, hombres lobo, científicos hitlerianos, Dráculas y otros demonios.
Allí está el redentor, el cuidador de la ley y el orden. No Batman. No Superman. Apóstoles de doble identidad; uno reportero, otro millonario filantrópico, con ciertas dotes de misantropía; la verdadera filantropía. El Santo es unidad, sin dobleces. No hay misterio. Paradójicamente el disfraz no oculta; da conocer. Las multitudes tienen una referencia gnóstica en la cual creer. Hay alegoría. Y liturgia. Y oficiante. Pero no es suficiente.
En 1953, cuando el Demonio Azul lo vence en la batalla por el título welter (Aquiles atravesando la espada sobre Héctor) se trastoca el guión de la épica urbana. El mal a veces gana. Blue Demon se convierte, por absurdo que parezca, en el redentor del redentor. La nación que comienza con La Visión de los Vencidos, se entera, de nueva cuenta, que el bien es frágil, vencible. El bien tiene su talón de Aquiles. Demon da sentido a El Santo.
Lo agonal (esquinas enfrentadas en el ring de los cuatro puntos cardinales) entre lo sagrado y lo malvado, se escenifica, con una transparencia inaudita y abrumadora, cada noche en la Coliseo, en la México y en las incontables arenas de la República del teatro. Pero... tampoco es suficiente.
De entre todos los miembros de la zoología fantástica del encordado sobresalen dos: el pleito continuo entre la noche y el día. Demon contra El Santo. Pero lo monstruoso (bien dijo Cortázar) debe ser atacado y entendido por monstruos. El Santo, como San Francisco el de Asís, conoce la tentación y el pecado; el clavel, a veces, tiene espinas.
Demon, en cambio, lo habita. El rudo entre los rudos ha recorrido todos sus rincones, todas sus calles y todos sus tugurios. Bien y mal, contrapuestos y complementarios, se unen contra el enemigo común (una nación es un frente común y un pasado compartido): lo que está detrás de la máscara, el lado oscuro, la entraña de los enemigos públicos. Acontecimiento: el cine mexicano ya no será el mismo. Hay una herramienta nueva y, por lo tanto, precaria: la tecnología. El laboratorio, domicilio de la alquimia, será un tercero en la lucha contra los mensajeros del final de todos los tiempos. La triada, la religiosa, agnóstica y milenaria triada se vuelve a formar a la vista de todos los mortales, cuyo destino es el olvido. Todo héroe es una premonición. Y un aviso. Todavía no es suficiente.
Hay un anuncio. La ciudad habita a salvo de los espectros. El Santo llama a Lunave. Demon juega al ajedrez. Descifran claves secretas. El laboratorio, escenario también del nuevo miedo de la era nuclear y las armas químicas de destrucción masiva, es el lugar de trabajo de mentes perversas. El demonio y la santidad, dualidad íntima, han conservado a la urbe viva; han alejado las promesas ultraterrestres de la destrucción total.
Pero el tiempo no es eterno. La justicia tampoco es infalible; tampoco imperecedera. Los héroes son vencidos (como El Quijote y Sancho) antes de ver la mar. Cronos ha movido sus piezas. El cuervo canta. Un día se cumple el designio. Un día presentido desde el comienzo del argumento. Ya lejos de la isla de su época, ya allá, en el postiempo, cuando la Ciudad de México está apunto de volver a la realidad, destruida por un terremoto sin misericordia, cuando todo será escombro, polvo y muerte, el anuncio se cumple. Ya es suficiente.
El Santo vuelve a ser Rodolfo Guzmán ante millones de espectadores en un programa de televisión que nada sabe y nada entiende. El 1984 de Orwell. Toda premonición es un tic. Medio rostro. Media máscara. A los pocos días, el martillete de los días da límite al tiempo de la caída de los ídolos (Nietzsche). Sin embargo, El Santo no muere; se transforma. Alquimia pura. El defensor, el redentor se convierte en leyenda, esa forma de posteridad. Las multitudes lo celebran. Y le edifican estatuas en los campos santos de los que nunca perecen. Otra vez gana Demon.
El mal sobrevive más de una década. Cuando Alejandro Muñoz Moreno (en el 2000; el milenarismo del doble cero) pasa por la misma transmutación, la capital ya es otra: la política ha movido sus insuficientes piezas. En la ciudad de los hombres han nacido los cárteles devastadores de la droga y sus derivados: los hombres lobo, las mujeres vampiro y las momias de Guanajuato pertencen a las hadas de la nostalgia.
Pero habita la esperanza.
Poco antes del centenario de El Santo, la city sufre otro demoledor terremoto de realidad tajante y seca. Sus millones de jóvenes, ya sin santos, asumen su tiempo histórico intentando sacar el bien de entre las ruinas. La plata es oro.
Fuente:
El Financiero