Uno de los conceptos centrales en Occidente es la idea de persona. Tener una personalidad nos construye como sujetos y nos distingue de otras entidades. Además permite singularizarnos en subjetividades de toda índole: es quizás la clave del funcionamiento colectivo de las civilizaciones. Se dice que las personas escriben la historia o dan testimonio de la misma. En todo caso, dotan de sentido el devenir de fechas y acontecimientos. También las personas pueden situarse en un plano lógico de identidad. Una persona no puede ser al mismo tiempo otra dentro de un contexto determinado. Ante esta regla, ocurren ciertos marcos excepcionales. Por ejemplo, en el derecho, las ficciones pueden determinar una cadena de actos paralelos. Una persona x está facultado en un contexto legal (sistema jurídico) a realizar ciertas acciones por su cuenta y, al mismo tiempo, autorizar a otra persona (a través de un mandato o poder) para efectuar gestiones en su nombre. Este último actúa como si fuera esa persona x y la comunidad lo reconocerá como tal. Sin embargo, también la noción de persona corta los ámbitos de aplicación donde se desarrollan las subjetividades: de algún modo nos separa y delimita en un epicentro cognoscente. Lo anterior sucede en diversos niveles. El pasado 20 de abril, la SCJN otorgó al El Hijo del Santo la posibilidad de conservar su anonimato en relación con el litigio que desde 1992 mantiene con la Triple AAA. Esto se traduce en la prerrogativa que tendrá su alter ego para comparecer enmascarado en las audiencias públicas pero identificándose previamente con las autoridades en privado.
¿Se tratará de una vuelta a los orígenes? Es sabido que la etimología de persona procede del ámbito dramático. El significado original de personare es precisamente “máscara”: una careta que cubría la cara de los actores cuando actuaban en escena. Durante la recitación de los diálogos, la máscara era contundente: la voz del actor se ampliaba y se escuchaba en todo el recinto. La obra, en este sentido, se perpetuaba como un juego de voces. Pero en cada obra e incluso en cada escena se encarnaba un papel distinto: dramatis personae. Esto mismo sucede en la lógica del juzgado. Una persona se desdobla en el papel del acusado, otra en el juez, otra es víctima. Jerome Bruner lo dice así: “Los testigos son afines a los actores de una obra de teatro, con los abogados de las partes que se oponen unos a otros. No sorprende que los dramaturgos encuentren en la sala del tribunal una mise en scène que les es congenial, o que los abogados sobreactúen cuando puedan”. Que El Hijo del Santo pueda apersonarse como tal, confiere el reconocimiento de que el sujeto valga performáticamente en su camino hacia la justicia.
Cortesía: http://nofm-radio.com y Manuel de J. Jiménez
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