sábado, 4 de octubre de 2014

De incógnito

El Enmascarado de Plata gustaba de despojarse de su tapa para disfrutar junto a su familia y cientos de personas la proyección de sus películas en los cines




 
Hoy  quiero compartir con ustedes una de mis inolvidables  aventuras al lado de mi padre y de su cinematografía, en cuyo mundo me involucré desde que era un niño por la  admiración que sentía por aquellas películas y que, gracias a su apoyo, desde pequeño me permitió participar en algunas de ellas. 
 
Mi papá siempre nos invitaba a los Estudios  Churubusco a la premier de alguna de sus películas recientemente terminada. Nos reuníamos familiares y amigos en aquellas salas de exhibición que se encontraban dentro de los estudios y veíamos el estreno de Santo contra la Invasión de los Marcianos, Los Jinetes del Terror o Santo en la Venganza de la Momia.
 
Eran galas formales a las que mi padre invitaba a los medios de comunicación, a los actores y actrices que participaban, al productor y al director, entre otros. Obviamente, mi padre iba enmascarado y esto nos alejaba de alguna manera de él, pues al ser anfitrión casi no estaba con nosotros.  
 
Era mucho más divertido cuando no llevaba la máscara y, a su lado, junto con mis hermanos, íbamos a disfrutar del  estreno para el público en aquellos viejos cines como el Mariscala, el Jalisco y el Orfeón, hoy lamentablemente desaparecidos; aquellas salas lucían repletas de fieles aficionados y seguidores de El Enmascarado de Plata, que disfrutaban sus películas tanto como nosotros.
 
Recuerdo muy bien que dejábamos el auto en algún estacionamiento cercano a la calle  Luis Moya y caminábamos al lado de mis padres hasta llegar a la taquilla, donde regularmente había largas filas buscando un boleto.
 
Nos compraban las tradicionales palomitas, tortas (ahora venden hot dogs), dulces y refrescos para dar paso a la exhibición de Santo en Operación 67 o Santo, El Enmascarado de Plata, en El Tesoro de Moctezuma. A pesar de que algunas de ellas ya las habíamos visto en privado, verlas por segunda vez no le restaba emoción. 
 
Y  así,  inmerso entre ese su público y sin que nadie lo imaginara, se encontraba Rodolfo Guzmán Huerta, acompañado por su familia como cualquier padre mexicano, enfundado en un abrigo negro que lo cubría de los pies hasta el cuello, con una boina afelpada, al estilo Che Guevara, que le cubría la cabeza. Iba literalmente disfrazado por temor a ser reconocido por alguno de aquellos cientos de amantes de sus películas.  
 
Mi padre cautelosamente caminaba entre los pasillos observando detenidamente al público y se sentaba cómodamente en algunas de las tres mil 630 viejas butacas del cine, no era como hoy que son salas pequeñas.                  
                                                                                 
Él no sólo iba a disfrutar la película como un espectador cualquiera;  también estaba ahí para comprobar si la cinta en cuestión era del agrado del público. Después de ver los cortos y aquel clásico Noticiero Continental de Demetrio Bilbatúa, que seguramente muchos jóvenes de hoy no saben de qué hablo, daba inicio la cinta.  
 
 
La primera prueba había sido superada al ver la enorme sala llena; todos eran familias dispuestas a disfrutar “la nueva película de El Santo”. 
 
¿Alguien de ustedes vivió  esto? 
 
Después vendría la segunda prueba, que era algo inusual dentro de una sala cinematográfica y consistía en ver la reacción de los asistentes, quienes regularmente, a la mitad de la cinta y en  el clímax de la película,  empezaban a corear al unísono el grito de “¡Santo, Santo, Santo!”, para que su ídolo llegara a bordo de su clásico auto convertible al rescate de los débiles.
 
Si esto sucedía, la segunda prueba también había sido superada.
 
La tercera y última prueba también era inusual en los cines y sucedía al final de la cinta, cuando la gente aplaudía cuando aparecía la palabra “FIN”. Estas tres pruebas eran, desde su propio punto de vista —por cierto, él era su mejor crítico porque les aseguro que no se engañaba a sí mismo— las que le indicarían si había cumplido su misión:  divertir  y entretener a los espectadores. 
 
Él  no buscaba premios de la Academia. ¡Jamás le preocuparon! Él hacía cine para el que pagaba el boleto,  no para el que criticaba cine en las revistas y periódicos.
 
Entonces, mi padre salía sumamente satisfecho del cine y listo para protagonizar su siguiente filme,  ya que hizo 52 películas en un lapso de 25 años aproximadamente. Qué ironía. ¿Sabían ustedes que hoy por hoy las películas de El Santo son reconocidas mundialmente y se consideran un género único del cine mexicano?
 
Nos leemos la próxima semana para que hablemos sin máscaras.
 
El Hijo del Santo 

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