El teatro coliseo Amauta quedaba en Chacra Ríos y era todo un viaje llegar ahí. Fuimos contadas veces con mi padre, mi hermano, y mis sobrinos contemporáneos de nombres extraños y lejanos (Laszlo, Miklos y Sandor). Pero recuerdo todavía ese jueves de inicios de los setentas. El Amauta estaba lleno. En sus inmediaciones vendían afiches y golosinas y máscaras. Máscaras de catchascán. Las que más se vendían eran las de los “buenos”, obvio. Porque en el catchascán hay buenos y malos. Como en la vida. Tal cual. Y entre los buenos se encontraban Huracán Sánchez y Super Demon.
Mi papá nos compró máscaras a cada uno. Miklos escogió la de Huracán Sánchez, Jorge tomó una plateada, y yo la de Super Demon, como no podía ser de otra manera, porque Super Demon estaba inspirado en el catchascanista mexicano Blue Demon, cuyas películas junto a Santo, el enmascarado de plata, que solían proyectar en los cines de barrio, eran imperdibles para mí. Para mí, para mi hermano y para mis sobrinos contemporáneos, déjenme añadir. Nos veíamos todas. Santo y Blue Demon contra los Monstruos. Santo y Blue Demon en El Mundo de los Muertos. Santo y Blue Demon contra Drácula y el Hombre Lobo. Santo y Blue Demon contra el Dr. Frankenstein. Santo y Blue Demon contra las Momias de Guanajuato. Y así. Nos veíamos todas, ya lo dije.
Pero volviendo a ese jueves de inicios de los setentas. Nos ubicamos en las graderías premunidos de manzanas acarameladas y de unos algodones de color rosado radiactivo y canchita. Mi papá sacó su cajetilla de Camel sin filtro, la golpeó un par de veces sobre la palma de la mano izquierda, desprendió el cintillo de plástico que la sellaba y con un truco que siempre hacía, eyectaba un pucho que luego prendía.
Todos esperábamos absortos el inicio de las peleas. Bueno. “Peleas” entrecomillas, porque ya sabíamos que algo –o bastante- de farsa había en la cuestión. Éramos niños e ingenuos, pero no tontos. Igual queríamos creer que había épica y heroísmo y grandeza en ese local con aspecto de circo de Chacra Ríos.
Y cuando arrancaban, había que estar atentos al ingreso del luchador, quien hacía su aparición con una canción característica que sonaba en los parlantes del coliseo. Si era de los buenos, se le aplaudía. Si era de los malos, se le abucheaba. Cómo les explico, estar ahí simplemente era divertido.
La cereza del pastel era la batalla final. Que a veces era por dúos. Es decir, El Quijote y Sancho Panza contra La Momia y Espartaco. Por citar un ejemplo. O a veces se trataba de desafíos tremendos. Máscara contra pelo. Máscara contra máscara. O pelo contra pelo. Y en ese plan. Ello significaba que, si en una hipotética contienda entre Huracán Sánchez y El Loco Cardenal, ganaba El Loco Cardenal, entonces Huracán Sánchez tenía que sacarse la máscara y mostrar su verdadera identidad. Y al revés. Si ganaba Huracán Sánchez, El Loco Cardenal tenía que raparse frente al público.
Y eso ocurrió una vez. No que El Loco Cardenal se afeite la cabeza, sino que Huracán Sánchez mostrara su rostro y dejara de ser un incógnito. Perdió una pelea de máscara contra pelo, no recuerdo contra qué oponente, y tuvo que arrancarse el disfraz de color celeste con rayos de color blanco en ambos cachetes. Tenía bigotes y era idéntico a uno de los mozos que trabajaba con mi abuelo en la Pastelería San Martín. Fue un momento humillante para el catchascanista, mientras que la actitud jactanciosa del rival que le derrotó, con trampas y malas prácticas, por cierto, no invitaba a la clemencia.
Por norma, en los tiempos del catchascán, cuando nos juntábamos mi hermano y yo con mis sobrinos contemporáneos, con nuestras respectivas máscaras, nos poníamos a practicar las llaves y técnicas de combate en el parque La Pera del Amor, que estaba a unos metros de su casa. Las tijeras. Los tacles voladores. La doble Nelson. Y al final de la tarde, nos íbamos a El Pollón, muertos de hambre a comprar porciones de papas fritas.
Pero creo que me desvié un poco. Ese jueves pasó algo fuera de lo común. Hacia el final de la última pelea, en la que habían medido fuerzas Super Demon contra El Vikingo, uno de los colosos más bravucones y más camorristas del elenco de Chacra Ríos, que usaba manoplas para golpear a sus adversarios, así como limones para estrujárselos en el ojo, el rudo cajamarquino de casco nórdico le aplicó una llave de la que no pudo librarse, rindiéndose. La pelea era una de máscara contra pelo. El Amauta entró en ebullición y se convirtió en un bochinche.
Se escuchaban chillidos de mujeres. Gritos exaltados. Y nadie sabía lo que estaba ocurriendo. “¿Qué pasa?”, se preguntaba todo el mundo. Cuando en eso, mi papá, apuntando con el dedo índice amarillo de nicotina, como un fusil, como un fusil amarillo, déjenme añadir, vimos una melena blanca en plan Albert Einstein. Era nada más y nada menos que, Hugo Muñoz de Baratta, más conocido como Mon Cherí, un comediante del programa televisivo El Tornillo.
Jaime Bedoya, en una crónica que publica el portal Terra, de junio del 2008, lo evoca muy bien. “Recibíamos una primera y rápida lección del turbio triunfo de la injusticia en la vida. Lentamente el réferi empezó a desamarrar la azul máscara de Super Demon ante la desazón de la audiencia que emitía un continuo y plañidero ¡nooooo! El técnico (Super Demon) no podía levantar la cerviz. Y cuando ya una porción cotidiana de su nuca dejaba ver que posiblemente había un chofer de taxi o un pescador detrás del luchador, un grito y una luz cenital derivó la atención hacia un lado del ring: un extraño personaje de melena blanca e inmensos bigotes de igual color, con dos pares de anteojos –uno sobre los ojos, otro sobre el sombrero- reclamaba un duelo con el rudo para salvar la identidad del héroe caído. El gesto provenía de Hugo Muñoz de Baratta, actor cómico de la televisión nacional a todas luces ajeno al ejercicio físico y al que se conocía por el pleonasmo bilingüe con el cual se refería a su interlocutor, sea quien fuera: ‘Mi Querido Mon Cherí’”.
Cuando la cosa se calmó un poco, el animador tomó el micro con la respiración pesada, y anunció, silbante, un duelo para el siguiente jueves: Mon Cherí contra El Vikingo. Ese jueves no fuimos. Vimos la pelea por la televisión, en diferido. El Amauta estaba a tope ese día. Cuenta Fernando Vivas en su libro En vivo y en directo, que ese fue uno de los programas más sintonizados del canal 5.
¿Quién ganó la pelea? La ganó Mon Cherí. Por puntos. Y fue desalojado en ambulancia. “Unas semanas más tarde, le tocó sufrir la paliza a Melcochita –evoca Vivas en su publicación-. El movimiento culturista de la prensa de izquierda luchó por censurar Los Colosos del Catch, y así el canal 5 tuvo que suspender la transmisión por presión del gobierno militar”.
De esa manera, el catchascán murió de inanición en el Perú.
Cortesía: /lavozatidebida.lamula.pe y Pedro Salinas
(Foto: Número Zero)
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